Auditoría: un paso adelante y un paso atrás
Con la reciente publicación del Real Decreto 977/2015, de 26 de octubre, de disolución del Congreso y del Senado y de convocatoria de elecciones, todas las iniciativas con rango de ley quedan aplazadas hasta la próxima legislatura. Queda por ver si en el tiempo que resta hasta el último Consejo de Ministros, el Gobierno será capaz de sacar adelante todas las normas de inferior rango que están ahora sobre la mesa. Entre estas se encuentran algunas de gran trascendencia, como, por ejemplo, el nuevo reglamento de la Ley de Auditoría, aunque en este caso estamos seguros de que se pospondrá.
Me permito hacer esta afirmación tan categórica porque –si tenemos en cuenta que, a día de hoy, ni tan siquiera se encuentra en fase de borrador– por mucho que se acelere su tramitación, resulta materialmente imposible atender los apretados plazos que requiere su aprobación como real decreto; y, aunque estuviésemos a tiempo, resultaría una inconsciencia hacerlo de forma tan precipitada dado el importante calado de esta norma clave.
Al hilo de esta introducción, me van a permitir traer a colación la manida sentencia atribuida al conde de Romanones –“Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento”–, porque ahora, ante la incertidumbre de quién gobernará en los próximos cuatro años, se nos plantea el dilema de cuál será el signo del Ejecutivo que lleve a cabo el desarrollo reglamentario de la nueva Ley de Auditoría aprobada este pasado verano.
No podemos dejar de olvidar que la Ley 22/2015, de 20 de julio, de Auditoría de Cuentas se aprobó sin el apoyo de ningún grupo parlamentario –a excepción, obviamente, del Grupo Popular–, quienes vieron cómo, una a una, eran rechazadas todas las enmiendas que presentaron en su día (cerca de 300 entre las dos Cámaras). ¿Qué va a pasar entonces si el actual Gobierno no repite y es reemplazado por otro, o necesita del apoyo de algún partido?, ¿podrá alguien ser capaz de desarrollar reglamentariamente una ley con la que no comulga o se verá impelido a derogarla?
La auditoría es una actividad fundamental para la transparencia y la seguridad de los mercados, y para las 55.000 empresas que se auditan en España. También lo es para las más de 20.000 personas que están acreditadas como auditores y para los cerca de 30.000 empleos directos e indirectos del sector. No podemos permitirnos, por tanto, que la incertidumbre planee sobre este ámbito estratégico.
En nuestra historia reciente, los auditores hemos vivido tres leyes de auditoría en los últimos cinco años, algo insólito para la mayoría de actividades profesionales de nuestro país, pero, además, la última gran norma por la que nos regimos se ha fraguado con una celeridad innecesaria. Recordemos que la vigente Ley de Auditoría es fruto de la adaptación de nuestra legislación interna a los cambios incorporados por la directiva y el reglamento europeos relativos a la auditoría legal de las cuentas anuales, cuyo plazo de transposición vence el 17 de junio de 2016.
Por tanto, había tiempo de sobra para llevar a cabo la adaptación; sin embargo, nuestro país decidió adelantarse, algo a lo que en principio no teníamos nada que objetar, pero que vista la situación actual puede derivar en un grave problema.
A la hora de poner en marcha esta reforma, en la cabeza de nuestros gobernantes seguro que estaba cumplir con las exigencias de Bruselas, pero es público y notorio que también actuaron por la alarma mediática provocada por algunos casos aislados de actuaciones irregulares de unos pocos auditores. Podemos entender que los dirigentes de un país –del nuestro o del que sea– se pongan nerviosos ante determinados hechos y que por ello actúen con precipitación. Podemos comprenderlo, aunque lo deseable sería que se legislara sosegadamente y no al calor de hechos puntuales.
La auditoría es probablemente la actividad profesional más regulada y controlada, y en España no se abren al año más de 40 expedientes sobre un total de más de 60.000 auditorías realizadas. De ahí que entienda que, si sabíamos de antemano que el reglamento no iba a ver la luz en esta legislatura, deberíamos habernos parado a meditar antes de aprobar una ley como la actual, con unos requerimientos que no existen en ningún país de Europa y que, por tanto, nos hace perder competitividad frente a ellos.
Pese a lo expuesto, todavía cabe alguna solución de última hora. Recientemente, el Gobierno revisó la definición de entidad de interés público (EIP) –sobre las que se aplican normas mucho más exigentes–, con lo que disminuyó el número de entidades calificadas como tales, en línea con lo que sucede en el reto de países de nuestro entorno. Esto se llevó a cabo mediante una modificación puntual de un artículo del vigente reglamento de auditoría, a través de un real decreto. Pues bien, este mismo mecanismo, si se quisiera, podría emplearse para solventar algunos aspectos muy problemáticos como, por ejemplo, la incompatibilidad por concentración de honorarios percibidos –precepto este que en la normativa europea solo se regula a efectos de quienes auditan EIP–, que debería eliminarse para los pequeños y medianos despachos de auditoría que no auditen este tipo de entidades, porque, de no hacerse esta modificación, muchas pymes de auditoría podrán verse abocadas a la desaparición. De la misma manera, también debería cambiarse la actual regulación del comité de auditoría –órgano consultivo del Ministerio de Economía en esta materia– del que, sorprendentemente, se ha excluido a los profesionales del sector.
Esperemos que sean capaces de tomar estas medidas de última hora, porque, si no, estos problemas se convertirán en auténticas rémoras a la hora de alcanzar acuerdos entre los diferentes grupos que nutran nuestras Cámaras en la próxima legislatura.
Fuente: cincodias.com